Descarga en PDF el artículo de Actualidad Profesional del e-Dictum de mayo de 2023, número 132
Casi diez años luego de que entrara en vigor la Ley de Reorganización y Liquidación de Activos de Empresas y Personas (Ley N° 20.720, de 2014), el Derecho concursal chileno pasa por su primera intervención quirúrgica mayor. Hasta el momento, solo un par de retoques menores habían sido necesarios, como la aclaración del tratamiento de los contratos de derivados en los procedimientos de reorganización, y la necesaria dictación de varias circulares y oficios de la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento, interpretando reglas relacionadas a la configuración del presupuesto subjetivo, la forma de pago de los honorarios de los liquidadores, la delegación en los casos de insolvencia transfronteriza, entre otros.
El legislador chileno sintió la necesidad de revisitar diversos rincones del laberinto del Derecho concursal por varios motivos: el primero, y más apremiante, fue la pandemia de la Covid-19, institucionalizando varias de las medidas de emergencia que debieron tomarse a partir del año 2020, como las audiencias telemáticas y el uso intensivo de los medios digitales para la presentación de documentos y las actuaciones de los liquidadores. Pero la tramitación de la ley demoró bastante, sobre todo en sus fases finales, de suerte que varios de estos avances tenían mayor sentido y hubiesen propiciado mayores alivios y certeza jurídica que las que ahora se vislumbran. Pero estos cambios siguen siendo bienvenidos, quizás por otras razones (como la celeridad o la reducción de costos), y así veremos que los tribunales y órganos administrativos podrán disponer de audiencias en línea, que las juntas de acreedores -sobre todo en los procedimientos menores- serán excepcionales y se reemplazan por una votación por escrito, o que los bienes incautados podrán ser rematados por medio de plataformas electrónicas.
Una segunda razón proviene de los avances en el Derecho comparado respecto a los procedimientos aplicables a las empresas de menor tamaño. Los esfuerzos del Banco Mundial y de la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional dan frutos en el sentido de la promoción de procedimientos simplificados, con especial énfasis en la reorganización de las empresas viables. En Chile, lo anterior ha supuesto revisar los diversos trámites que esta clase de procedimientos supone, aligerándolos en costos y reduciendo sus tiempos, pero el foco especial se encuentra en conceder nuevas facultades al administrador concursal (veedor) en lo que se refiere a la negociación de un eventual acuerdo. En la normativa de 2014, que se mantiene para las grandes y medianas empresas, el veedor tiene una función de mediador entre el deudor y sus acreedores. Ahora, para las pymes, el veedor deberá asistir directamente al deudor en la preparación y presentación de la propuesta, al punto que, si el deudor no coopera para el cumplimiento de tal función, puede ser denunciado ante el tribunal a efectos de poner término al procedimiento, derivando en la consecuente dictación de la resolución de liquidación.
Sin embargo, es el tercer motivo el que ha concitado mayores debates y cierta intranquilidad por parte de los operadores jurídicos: la sensación de abuso de los procedimientos liquidatorios por parte de los deudores, fundado en la obtención del beneficio de la exoneración del saldo insoluto (discharge), como fue expresado con bastante vehemencia por parte del Ejecutivo al tiempo de la presentación del mensaje presidencial que inició la discusión legislativa. El ordenamiento chileno tiene una larga trayectoria en estas materias, habiéndolo consagrado bajo el rótulo de “sobreseimiento definitivo extraordinario” en la ley de 1929, e incluso incentivándolo más en la ley de 1982. Pero en aquellos tiempos, el “descargue” era concedido algunos años luego de terminado el concurso a condición de que éste no hubiese sido calificado criminalmente. La revolución se produjo con la Ley de 2014, en que la figura pasó a ser un efecto automático de la terminación del procedimiento de liquidación, sin requerir mérito alguno y sin excepciones en referencia a las obligaciones que quedaban extinguidas en su virtud. La jurisprudencia empezó a reaccionar con suspicacia ante esta extrema generosidad legislativa, configurando cortapisas con escaso soporte legal (y doctrinal) para el inicio del procedimiento o limitando el efecto extintivo respecto a créditos en que podía apreciarse una política pública de mayor magnitud que el nuevo comienzo (fresh start) del deudor, como los créditos por alimentos o los créditos estudiantiles garantizados por el Estado.
Es aquí donde operará la mayor intervención legislativa y no sólo en la órbita de la liquidación. La amenaza de la extinción de los saldos constituye una importante herramienta de contrapeso para el deudor en el proceso de negociación, en la medida en que los acreedores conocen que el voto en contra de un acuerdo de reorganización o de renegociación puede derivar en la liquidación. Ahora, esta cuestión ha quedado matizada y pasa a ser dependiente de los límites legales a la obtención del beneficio.
Dichos deslindes pasan por varios frentes: primero, que el liquidador y los acreedores pueden instar por una declaración incidental de mala fe por parte del tribunal, en virtud de causales tasadas vinculadas a la ausencia de cooperación del deudor, en la presentación de antecedentes falsos o incompletos o en la destrucción u ocultamiento de bienes. Con ello, y atendida la gravedad de la conducta, el juez podrá eliminar o reducir el beneficio, cuestión que operará de manera más automática en caso de acogerse una acción revocatoria concursal o de condena en un delito de insolvencia punible. Segundo, por medio de la indicación de obligaciones que no se ven afectadas por el efecto extintivo, como las obligaciones alimenticias, la compensación económica por nulidad o divorcio y aquellas deudas derivadas de la responsabilidad civil o penal. Y, tercero, mediante la aclaración de que se trata este de un beneficio personalísimo, de modo que no alcanza a terceros garantes, sean constituyentes de cauciones personales o reales, siendo ello una conclusión a la que ya habían arribado las cortes, aun a falta de texto.
El legislador también ha aclarado que los tribunales no pueden negar la declaración del concurso en vistas a la ausencia de juicios -una de las cortapisas más habituales a las que antes hacíamos referencia- ni en los casos de haber fracasado la reorganización o renegociación. Con ello, se aprecia la intención de facilitar la apertura de la liquidación (sobre todo si es voluntaria), pero donde el término queda como una incógnita dependiente de la cooperación del deudor durante la marcha del procedimiento y el control de su buena fe en tiempos anteriores.
Se tratan, entonces, de varias apuestas a las que se deberá prestar atención porque presentan dudas en cuanto a su real eficacia y a la forma en que los tribunales interpretarán y aplicarán las nuevas reglas. En efecto, cabe preguntarse si la sola simplificación procedimental es suficiente para rescatar pymes en crisis, como si tal posibilidad fuere sólo dependiente de una mejor estructura de negociación; o si los criterios jurisprudenciales para la apreciación de la mala fe del deudor terminan (o no) por sepultar cualquier incentivo para solicitar la pronta apertura del concurso por parte del deudor, habida cuenta de la desaparición de la norma que lo obligaba a hacerlo poco tiempo después de la cesación de pagos. Pero para ello habrá que esperar que la reforma entre en vigor, lo que sólo ocurrirá tres meses luego de su publicación.