Publicado en e-Dictum 41, abril de 2015
Antonio Caba Tena apunta las claveslegales para evitar problemas y responsabilidades en la disolución y liquidación de las sociedades de capital.
La disolución y la liquidación de la sociedad de capital es un proceso sucesivo que tiene como finalidad fundamental la extinción de la persona jurídica y su debida constancia erga omnes mediante la inscripción de la correspondiente escritura de extinción en el Registro Mercantil. Esto es, a la disolución sucede el período de liquidación y a éste la extinción formal de la entidad.
El artículo 395 de la Ley de Sociedades de Capital[1] dispone que «1. Los liquidadores otorgarán escritura pública de extinción de la sociedad que contendrá las siguientes manifestaciones: a) Que ha transcurrido el plazo para la impugnación del acuerdo de aprobación del balance final sin que se hayan formulado impugnaciones o que ha alcanzado firmeza la sentencia que las hubiera resuelto. b) Que se ha procedido al pago de los acreedores o a la consignación de sus créditos. c) Que se ha satisfecho a los socios la cuota de liquidación o consignado su importe. 2. A la escritura pública se incorporarán el balance final de liquidación y la relación de los socios, en la que conste su identidad y el valor de la cuota de liquidación que les hubiere correspondido a cada uno» (en similares términos –respecto al contenido de la escritura de extinción– aunque algo más exhaustivamente, se recoge en el artículo 247.2 del Real Decreto 1784/1996, de 19 de julio, por el que se aprueba el Reglamento del Registro Mercantil).
La norma regula la formalización de la extinción de la sociedad, operada a todo lo largo del proceso liquidatorio; esto es, cuando la liquidación –en sentido amplio– ha terminado, de modo que han sido satisfechos los acreedores, determinada la cuota del activo social correspondiente a cada acción o participación social y realizado el reparto a los socios. A partir de que dicha escritura pública se inscriba en el Registro Mercantil, ex artículo 396 de la Ley de Sociedades de Capital, la sociedad carece ya de representantes y de patrimonio, por lo que ya no cabe –aparte de que resultaría inútil– iniciar cualquier ejecución contra la misma; puesto que, al no aparecer inscrita en dicho registro público carece de capacidad para ser parte en un proceso, sea civil, laboral, penal o administrativo.
La cancelación de los asientos registrales señala así –aunque el precepto no aluda expresamente a ello– el momento de extinción de la personalidad social. Y es que, si la sociedad adquiere su personalidad jurídica en el momento en que se inscribe en el Registro (art. 33 LSC), en justa correlación, la cancelación de las inscripciones referentes a la entidad debe reputarse como el modo de poner fin a la personalidad que la Ley le confiere. También se deduce tal lógica consecuencia de la propia Ley de Sociedades de Capital que, al regular la disolución, establece en su artículo 371.2 que «La sociedad disuelta conservará su personalidad jurídica mientras la liquidación se realiza», con lo que es evidente que la perderá una vez concluida la misma. Por tanto, una sociedad liquidada y que haya repartido entre los socios el patrimonio social, es una sociedad vacía y desprovista de contenido, aunque resulta necesaria la cancelación para determinar de modo claro, en relación con todos los interesados, el momento en que se produce su extinción. Este es el sentido de la exigencia de que los liquidadores se manifiesten sobre la liquidación realizada, manifestación que será objeto de la oportuna calificación del Registrador, ex artículo 18.2 del Código de Comercio, cerrándose así el proceso de extinción.
Ello no obstante, la cancelación, aunque extingue la sociedad, no tiene carácter sanatorio de los posibles defectos de la liquidación si la misma no ha respondido a la situación real; o sea, cuando la sociedad no haya sido liquidada en forma y haya dejado acreedores insatisfechos, socios sin pagar o patrimonio sin repartir.
En estos casos, pese a que no resultaría posible demandar a una sociedad que carece, según se ha dicho, de personalidad jurídica[2], los socios y los acreedores sí que tienen acción, tras la cancelación de la sociedad, para exigir responsabilidad a los liquidadores por los perjuicios que estos les hayan irrogado al desempeñar su labor, siempre que haya mediado dolo o culpa. En este sentido, se dispone que «Los liquidadores serán responsables ante los socios y los acreedores de cualquier perjuicio que les hubiesen causado con dolo o culpa en el desempeño de su cargo» (art. 397 LSC). Además, también tendrán acción frente a los antiguos socios, pese a la limitación de responsabilidad de los mismos al capital aportado (aspecto nuclear de las sociedades de capital), en los términos previstos por el artículo 399.1 de la Ley de Sociedades de Capital que preceptúa: «Los antiguos socios responderán solidariamente de las deudas sociales no satisfechas hasta el límite de lo que hubieran recibido como cuota de liquidación», a lo que añade en su apartado 2 que «La responsabilidad de los socios se entiende sin perjuicio de la responsabilidad de los liquidadores». E incluso, una vez inscrita la cancelación, se confieren facultades a los que fueron liquidadores de la sociedad para formalizar actos jurídicos en nombre de la entidad extinguida (ya cancelada, por ende, registralmente), tanto para el cumplimiento de requisitos de forma relativos a actos jurídicos anteriores a la cancelación de los asientos registrales, como para “otros supuestos” (dice el art. 400 LSC «cuando fuera necesario»); por lo que debe entenderse que también abarca a los actos de formalización que pudieran exigir la eventual existencia de activos y/o pasivos sobrevenidos. En defecto de dichos liquidadores, la norma habilita a cualquier interesado para solicitar del Juez la formalización que se requiera.
Y todo ello sin perjuicio de las responsabilidades que, para los otrora administradores, los liquidadores, y para los propios socios, se establecen en diferentes Leyes sectoriales respecto a las obligaciones pendientes de la sociedad extinguida [v.gr., los arts. 43.1.c) y 40 de la Ley General Tributaria].
Dejando a un lado la liquidación en sede de un concurso de acreedores, que conlleva la asunción por la Administración concursal de la condición de liquidador (arts. 376.2 LSC y 145.3 LC); en lo que a la liquidación societaria normal respecta, es habitual que los estatutos sociales contengan la previsión de que los que sean administradores al tiempo de la disolución social se conviertan en liquidadores y culminen el proceso extintivo de la sociedad. Es más, salvo disposición estatutaria en contra o, en su defecto, si no se nombran los liquidadores por la junta general que acuerde la disolución, se convierten los administradores ope legis en liquidadores sociales (art. 375.1, último inciso, LSC).
Frente a esa práctica extendida, sea por la propia complejidad del proceso de extinción, por las posibles responsabilidades (civiles, administrativas o incluso penales) de los nombrados, o, simplemente, por los inconvenientes que pueden derivarse de la incorrecta realización de las funciones liquidatorias; y, además, para evitar eventuales conflictos de interés, es recomendable encargar a profesionales cualificados –que cuenten con un equipo multidisciplinar que les respalde– las funciones de liquidación de la sociedad, a fin de que se culmine correctamente el proceso hasta la cancelación de las hojas relativas a la sociedad en el Registro Mercantil, velando (sin perjuicio de la obligación de colaboración que impone a los antiguos administradores para la práctica de dichas operaciones, caso de ser requeridos, el art. 374.2 LSC) por los intereses de los acreedores, los socios y cualquier interesado. Ello contribuirá tanto a la “pacífica” extinción de la entidad, como a la tranquilidad de todos los operadores que pudieran verse afectados.
[1] El texto refundido de la LSC fue aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio. Y aunque ya ha sido objeto de 11 modificaciones (las más recientes, la relativa al gobierno corporativo por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre; y la operada sobre la emisión de obligaciones por las sociedades anónimas y comanditarias por acciones, mediante la Ley 5/2015, de 27 de abril, de fomento de la financiación empresarial), las mismas no han afectado a la disolución, liquidación y extinción societaria.
[2] Sin embargo, erróneamente a mi juicio, la STS 25.7.2012 entendió –en un pronunciamiento obiter dicta– que los acreedores y socios podrían, conforme a las normas generales, pedir la nulidad de la cancelación y la reapertura de la liquidación, para interesar al tiempo la satisfacción de su crédito, demandando en todo caso a aquellos que hubieren propiciado una indebida cancelación de la inscripción de la entidad. Esto es, daba a entender que sí puede demandarse a la sociedad si se impetra a la vez que la misma recobre la “personalidad jurídica transitoria” durante la reanudación de la liquidación y hasta su correcta terminación. Y el fundamento de mi crítica al alto Tribunal reside en que no ha tenido en cuenta los remedios conservativos previstos al efecto por la normativa societaria, que resultan perfectamente útiles para una solución alternativa a tan drástica acción de nulidad (vid. los arts. 397, 398 y 400 LSC).