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Repensar el Derecho de la crisis desde la crisis

por | Jun 8, 2020

Por Juan Luis Goldenberg, profesor asociado de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Of counsel en Baraona y Cía. Abogados.

 

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No son estos tiempos especialmente fáciles como para emprender la tarea de dar demasiadas respuestas a los problemas que nos rodean. Son tan amplios y diversos los efectos de la pandemia del COVID-19, que se observa como el más leve movimiento de uno de los engranajes produce agudos chirridos en otras secciones de la máquina. Son tiempos, por tanto, que desafían nuestra inteligencia ante el temor de lo desconocido y en que, si bien podemos advertir algunas de las preguntas (no siempre las más relevantes), se nos hace menos probable el otorgamiento de una fórmula que las resuelva o, al menos, nos muestre el camino a seguir.
Bien podremos divagar sobre cómo soñamos la sociedad una vez aplacada o, al menos, contenida la enfermedad, como si acaso el encierro y la soledad nos hubiesen devuelto las ganas de vivir en comunidad, pero fundadas en bases más solidarias y francas. Desde el dolor de la pérdida física, del contacto y (en los casos más graves) de la muerte, resplandecen algunas luces de esperanza en la que nos imaginamos un campo de juego distinto, incluso, en lo que nos corresponde, desde un Derecho que debe acomodarse a esta nueva realidad. Claro que habrá normas de emergencia, pero una mirada más valiente es aquella que empieza a proyectar cambios más profundos. Algunos ejemplos podemos advertirlos desde la regulación de la insolvencia, con especial énfasis en la que aqueja (y seguramente aquejará) a una parte importante de la población de nuestros países. La mirada la ofrezco desde Chile, mi país.
A pesar de su relativa novedad de la última gran reforma de la ley concursal chilena (del año 2014), es evidente que ella, al igual como ocurre en todos los ordenamientos jurídicos comparados, no está pensada para coyunturas globales de tanta gravedad como la que enfrentamos. Observando algunas soluciones de emergencia que ya han entrado en vigor en el contexto comparado, y atendiendo también a nuestra realidad local, conviene considerar la introducción de ciertas medidas especiales, con énfasis en las pymes y otras empresas de sectores estratégicos, y en otras de carácter más permanente en relación con los concursos de las personas deudoras.
Respecto a las primeras, ellas incluyen limitaciones a las demandas de liquidación forzosa, la flexibilización en las reglas de mayorías para la adopción de acuerdos, la posibilidad de que las audiencias sean realizadas por medio de videoconferencias o se reconozca alguna forma de voto electrónico, la facilitación de las reorganizaciones extrajudiciales o simplificadas, el fortalecimiento del privilegio para quien proporciona recursos frescos (fresh money) aun a falta de concurso, la limitación a la terminación de los contratos esenciales (como el arrendamiento o las prestaciones de servicios básicos) o a la ejecución de garantías, el fomento del arbitraje concursal para los supuestos más complejos (como grandes empresas, especialmente las de carácter estratégico), entre otras. Respecto a las “personas deudoras”, también se debería fomentar el uso de herramientas privadas de solución o alentar mecanismos de videoconferencias, reformar las reglas que han dado lugar a las interpretaciones más estrictas por parte de nuestros tribunales respecto a la comprobación de la insolvencia en las liquidaciones voluntarias, disponer de reglas especiales en los casos de “concursos sin bienes” y establecer normas bastante más explícitas para evitar los estigmas hacia el deudor al término del concurso, especialmente si el deudor califica como uno “honesto, pero desafortunado”.
Pero, poniendo especial atención a lo que respecta a la persona física y a las empresas de menor tamaño, nos parece que el campo de juego al que antes aludíamos también debe ser profundamente revisado. El concurso debe ser apreciado como una regla de ultima ratio, no sólo por las grandes mutaciones que ofrece al compararlo con las reglas generales del Derecho privado, sino porque (lamentablemente) sigue marcando la frente del deudor y lo condena a un estigma que muchas veces lo lleva a la exclusión financiera y social. El mundo postconcursal resulta cruel y los intentos del legislador por cambiar esta mirada, que en Chile se vocaliza mediante las ideas del “reemprendimiento” y la “rehabilitación financiera”, quedan en letra muerta al resucitar la vieja óptica del decoctor ergo fraudator o, al menos, el del mal padre de familia que imprudentemente condujo sus finanzas personales hasta el precipicio.
Nos parece que, aún en tiempos de crisis, quedan espacios para otras soluciones, más precisas y menos burocráticas, como las que resultan de la intervención del contrato fundada en el contexto social en que ellos se despliegan. Un ejemplo de ello se encuentra en la configuración de deberes de asistencia o de renegociación de las deudas, impulsados por las formulaciones más amplias de los deberes de colaboración y lealtad que propicia el “solidarismo contractual”, especialmente en los casos donde se advierten acusados desequilibrios entre las partes en términos de conocimiento técnico o vulnerabilidad. La pretensión práctica del contrato, incluso la del mutuo de dinero, sigue siendo la recuperación del capital y de los intereses, de modo que en tiempos difíciles, bien puede pensarse en el diseño de estrategias en que la colaboración se imponga como pieza central del modelo. Estas, sean completamente extrajudiciales o amparadas por medio de mecanismos aligerados de intervención judicial, pueden resultar mucho más eficaces que las pesadas normas concursales. No se ofrecen desde la mirada del enfrentamiento de las posiciones del deudor y de los acreedores, sino desde la búsqueda conjunta de una respuesta adecuada al problema que a todos les aqueja. Suponen poner la mirada en la conservación del vínculo, es decir, en su proyección más allá de la solución de la deuda.
Por supuesto, el Derecho concursal no está destinado a morir, sino a reencausarse, en funcionar realmente como un punto de encuentro en que, como en otras órbitas jurisdiccionales, los mecanismos alternativos de resolución de conflictos cobren mayor protagonismo. Los administradores concursales, bajo sus diversas nomenclaturas, deben alentar fórmulas que vayan desde la efectiva reestructuración de la empresa o renegociación de las deudas, ajustándolas a las reales capacidades de pago del deudor, al compromiso de todos los actores de aumentar la recuperación de los créditos en escenarios de liquidación. Los tribunales, por su parte, deben instar a las partes a llevar a cabo dichas estrategias cooperativas, sancionando a los deudores o acreedores que no desplieguen comportamientos de buena fe en miras de la obtención de las finalidades del concurso. En este sentido, el concurso debe replicar el modelo de negociación de buena fe en aquellos casos en los que la complejidad de los activos o pasivos ameriten una estructura más compleja para determinar las alternativas disponibles en atención a las particularidades del patrimonio concursado.
Esta perspectiva puede parecer una visión endulzada en los tiempos que corren. Pero si aún estamos en la órbita de los sueños del encierro, al menos yo prefiero sujetarme a esta imagen antes que la del colapso caótico del que nos costaría tanto escapar.

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