Resulta paradójico hablar de identidad digital cuando nos referimos al ciberespacio, puesto que se trata de una red interconectada en la que predomina como característica esencial el anonimato.
Sin embargo, con los grandes avances que se están produciendo y los múltiples usos y dimensiones que está adquiriendo esta red, todo nos lleva a vernos inmersos en ella con habitualidad para la realización de todo tipo de negocios jurídicos.
Pese a tratarse el anonimato de una de las características principales de Internet, su uso cotidiano nos hace resaltar aquellas problemáticas que pueden encontrarse aparejadas. Obviamente, la primordial, tanto desde el punto de vista de cualquier ciudadano como desde la óptica de un jurista, sería esa falta de seguridad jurídica que supone efectuar negocios sin poder conocer quién se encuentra detrás del dispositivo.
Por todos es sabido que las TIC han supuesto una gran revolución. Pese a ello, considero que suponen mucho más, dado que están transformando la sociedad, pudiendo llegar a decir incluso que nos encontramos ante una nueva etapa de la humanidad.
Los avances en la legislación actual se están enfocando en regular la identidad digital, que va mucho más allá de identificar a cada persona (física o jurídica) aparejándola a un número. La identidad digital supone una traslación de toda la información que existe sobre una persona al mundo online.
El asunto de la “identidad” ha venido discutiéndose desde el principio de los tiempos, filosófica, cultural y socialmente. Parece lógico que, tal y como se ha ido determinando esa idea del “yo” en los clanes, las familias, los Estados, los territorios, etc., actualmente se traslade el debate al ecosistema digital.
En la edad del algoritmo, esto va mucho más allá de unas simples características del individuo: se engloban todos los aspectos del usuario, llegando a crearse una verdadera personalidad digital. Es de suma trascendencia porque esta huella digital que deja todo cibernauta supone la creación de una reputación online, que es inherente a la identidad de ese individuo y que construye esa percepción que se tiene sobre el mismo en el mundo virtual.
Todo nuestro sistema jurídico se basa, como premisa, en la identificación de las partes. No cabe penalizar la actuación de un usuario si se desconoce de quién se trata. El anonimato supone que las interacciones humanas efectuadas a través del ciberespacio resulten difícilmente imputables y responsables, lo que deviene en conductas claramente incoercibles.
Hasta el momento, el único modo de identificación que ostentábamos era la IP. Aunque dicho protocolo nos permite determinar desde qué dispositivo se ha realizado una actuación (siempre que no se haga uso de VPN o demás herramientas digitales), no nos permite averiguar qué persona física se encuentra detrás.
Todo el tráfico jurídico se está materializando cada día con más frecuencia en el mundo virtual, por lo que conviene analizar y adelantarse a los supuestos de incumplimiento. Nuestra legislación ya contempla la posibilidad de perfeccionar contratos entre desconocidos, otorgando especial relevancia al consentimiento. Sin embargo, las complicaciones aparecen cuando existe un incumplimiento. Para ello, la identidad digital resulta de gran utilidad y, mucho más, cuando de lo que hablamos es de smart contracts, es decir, contratos inteligentes sin ningún tipo de intermediario, con “autoparámetros” propios y que se ejecutan de manera automática. Es obvio que, ante este tipo de negocio jurídico, resultaría imprescindible poder conocer quiénes son las partes intervinientes.
Quizá todo esto haga cobrar más relevancia que nunca a la válvula de autorregulación que preceptúa el artículo 3.1 del Código Civil, pues prevé que las normas deben ser interpretadas conforme a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas. Ello supone que el Derecho debe evolucionar conforme va avanzando la propia sociedad y debe adaptarse al ecosistema digital, en el que los individuos nos interrelacionamos en la actualidad y en el que se llevan a cabo un gran porcentaje de negocios y transacciones jurídicas.
Cuando hablamos de la regulación de la identidad digital nos enfrentamos a problemáticas que conllevarían un análisis en profundidad, como la protección y el tratamiento de datos de carácter personal o el hecho de afrontar la determinación de quién va a controlar nuestra identidad digital.
Hemos pasado de encontrarnos ante una red estática concebida únicamente como medio de transporte de una serie de bytes o para transmitir un mensaje concreto entre dos terminales a enfrentarnos una red interconectada que permite llevar a cabo cualquier acción de la vida cotidiana. Por ello, debe reafirmarse la gran importancia de los datos, dada la ingente cantidad de dinero que se mueve entre las grandes plataformas por la conquista de más y más datos de los ciberusuarios.
La reflexión que cabe hacer al respecto es que cada día en que se va avanzando más en esta revolución digital los individuos nos convertimos en millones de bytes. Lo que ha supuesto esta paradoja es que lo importante sean los datos, cada click que hacemos, cada like que damos en redes sociales, cada compra que efectuamos, etc.; quedando nuestra identidad real postergada a un segundo plano. Actualmente, la situación está cambiando: cuantos más usos se le dan a Internet, más conviene poder identificar al usuario con el que estamos realizando un determinado negocio jurídico; sobre todo, en casos de incumplimiento por su parte, para poder preservar esa seguridad jurídica que sirve como principio para ejecutar o hacer cumplir lo acordado.
Lógicamente, queda mucho camino por delante y muchos retos que afrontar ante la regulación normativa de esta materia tan novedosa, pero lo que está claro es que la Identidad Digital ha venido para quedarse y que supondrá un avance en esta nueva Era que estamos viviendo.