El artículo 10 del Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual (en adelante, LPI) establece que son objeto de propiedad intelectual «todas las creaciones originales», siendo éste un requisito indispensable para poder encontrarnos ante un concepto de obra protegida. Ello llevaría a que cualquier resultado con cierta altura creativa pudiera considerarse obra.
Sin embargo, el artículo 5 de la ley de Propiedad Intelectual especifica un límite a dicha consideración calificando como autores a «las personas naturales que crean alguna obra» o, excepcionalmente, a «las personas jurídicas siempre y cuando se incluyan dentro de los supuestos que desglosa la ley».
Por lo tanto, ya no sería suficiente con encontrarnos ante una obra original para que se den los requisitos necesarios para hablar de propiedad intelectual, sino que es necesario que detrás se encuentre una persona física, ya sea de forma directa o indirecta, dirigiendo a una persona jurídica, que aporte los elementos de decisión y razonamiento necesarios para hacer una creación nueva.
Dicha limitación sobre la propiedad intelectual no generaba debate alguno al principio, al ser las personas naturales las únicas que, evidentemente, encajaban dentro de dicho precepto. En cambio, con el desarrollo de las nuevas tecnologías, han surgido distintos ‘entes’ que se encuentran capacitados para tomar decisiones de forma autónoma, pudiendo llegar a crear contenidos independientes del sujeto que los utiliza: es lo que se conoce actualmente como inteligencia artificial generativa.
La finalidad de crear imágenes, vídeos, sonidos o incluso textos, entre otros, tiene una evidente repercusión en la derechos de la propiedad intelectual, al encontrarnos con un sistema capaz de crear material suficientemente original para ser considerado como obra, pero no encajar dentro del concepto actual de autor, al no existir, supuestamente, ninguna persona física que se encuentre detrás del resultado creado. Por lo tanto, cabe preguntarnos: ¿Quién es el titular de los derechos de autor de una obra creada por inteligencia artificial?
La propiedad intelectual, sin dueño
Partimos de la base de que detrás de todo sistema de IA hay una persona física que se encarga de configurar el conjunto de algoritmos que la forman. Parece claro atribuir la autoría de dicho software al programador que lo crea.
Sin embargo, lo que genera más controversia es si el resultado creado por dicho programa debe considerarse parte de esa obra, consistiendo en una de las teorías que se barajan a efectos de poder encontrar una solución. Su finalidad radica en que, si el programa ha surgido del intelecto del desarrollador, las posibles creaciones que haga la IA son consecuencia y gracias a ese esfuerzo, por lo que, sin el trabajo del programador no habría resultado alguno.
Ello encajaría dentro de aquellas obras en las que la IA trabaja de forma autónoma sin la intervención de ningún otro sujeto. Esta alternativa plantea varios interrogantes, ya que una de las funciones de la inteligencia artificial es el autoaprendizaje y, con ello, aparece la cuestión sobre si sería adecuado conceder los derechos de autor/propiedad intelectual a la figura del programador, cuando realmente no ha intervenido de alguna forma (intelectual, en este caso) en el resultado final.
Como segunda posibilidad nos encontramos con aquellos contenidos que han sido creados gracias a que un usuario ha establecido las pautas para su base. La capacidad creativa del usuario forma una parte relevante en la obra resultante, al margen del código en sí. Ejemplos de ello los encontramos con ChatGPT o Dall-e, en los que los usuarios participan de forma activa dando instrucciones de lo que buscan o necesitan, guardando relación la obra final con sus indicaciones.
Por lo tanto, una opción plausible podría ser su denominación como obra en colaboración y considerar como coautores tanto al desarrollador del software como al usuario interviniente, de manera que se premiaría el esfuerzo y las ideas de ambos sobre el contenido creado. Conceder la autoría exclusiva al usuario no sería muy adecuado, ya que sin la participación del programador, no podría haber creado ninguna obra y se desincentivaría a que los programadores crearan programas nuevos de inteligencia artificial al no verse reconocido su trabajo.
Otra opción sería aplicar el artículo 8 de la Ley de Propiedad Intelectual y considerarla como una obra colectiva, que es creada por iniciativa y coordinación de una persona física o jurídica. Es decir, en el resultado final han intervenido distintos sujetos, como puede ser el programador o el usuario, pero la obra pertenece a aquél que la edita y la divulga. Podría ser el supuesto de las empresas tecnológicas que tienen como objetivo principal crear un programa de inteligencia artificial. En la elaboración del resultado final, han intervenido distintos autores, pero al final los derechos de autor pertenecen a la empresa que se ha encargado de aportar las indicaciones y la financiación necesarias.
Este tipo de protección sería similar a la conferida a los derechos del autor asalariado del artículo 51 LPI, con la diferencia de que, al ser el usuario una persona externa a la empresa creadora y ser el que aporta algunos de los elementos necesarios para la obra final, no podemos aplicarle el mismo régimen que a un trabajador (como sería el programador). Por ello no es una solución muy asequible, ya que, a pesar de que la empresa haya podido coordinar y dirigir la elaboración del programa de IA, poco interviene en la acción del usuario y, por lo tanto, carecería de sentido atribuirles todas las obras que generen la IA cuando desconocen cuáles van a ser.
Entonces, ¿quién es el dueño de las obras de IA?
De lo anteriormente expuesto, no existe una solución unánime al respecto. Las opciones planteadas no ofrecen una respuesta clara y sin lagunas sobre cómo proceder y a quién atribuir la propiedad intelectual de estos contenidos. Sin embargo, mayor problemática causan aquellas obras que han sido creadas de forma «autónoma» por la IA, que no pueden ser consideradas autoras por no ser persona física y que se escapan del ámbito de control del desarrollador porque han ‘aprendido’ solas y su avance no estaba planteado en el momento de crear el software. Debido a la imposibilidad de considerar al programa como autor, se ha barajado la posibilidad de que dichas obras carezcan de un titular concreto y que sean de dominio público, pudiendo ser utilizadas sin que suponga una vulneración de la propiedad intelectual.
Todas estas alternativas surgen a efectos de poder encontrar una solución en una normativa que excluye como autores a los programas de ordenador. En otros ordenamientos jurídicos, como el Common Law, se contempla la posibilidad de admitir que un ordenador haya creado una obra por sí mismo, si bien, los derechos sobre dicho resultado recaerían sobre aquella persona física que haya hecho los ajustes necesarios para que la máquina contemple esa función. Como podemos comprobar, la opción de que una «máquina» o un programa de inteligencia artificial actúe de forma totalmente independiente no es viable desde la perspectiva de los derechos de autor.
Por lo tanto, actualmente no existe una figura jurídica concreta que aplicar en nuestro ordenamiento. Ante la ausencia de una normativa uniforme, se intentan abarcar las distintas posibilidades que pueden existir, mientras la Unión Europea estudia cómo afrontar el contexto digital actual.
Desde mi punto de vista, siempre va a ser necesaria la intervención de una persona física, ya sea para la creación del software, para su financiación, dirección o para indicar las instrucciones necesarias que debe seguir para crear la obra final. Quizás la solución más acertada sea atribuir la autoría al programador, ya que el programa surge de su esfuerzo intelectual y su creatividad y sin él difícilmente se va a obtener ninguna obra.
BIBLIOGRAFÍA: FERNÁNDEZ CARBALLO-CALERO. P (2021), “La propiedad intelectual de las obra creadas por inteligencia artificial”, Thomson Reuters, Aranzadi.