Publicado en e-Dictum 30, junio de 2014
El proceso penal construido tras la instauración de la democracia, aunque asentado en la misma Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, ha experimentado una transformación sustancial en relación con las prácticas existentes durante la dictadura. De un proceso de naturaleza inquisitiva, en el que la instrucción constituía su centro nuclear, alrededor toda ella del atestado policial, prueba superior y en ocasiones la única, se ha pasado a otro en el que, sin que esta fase pierda su parte de carácter procesal como momento en el que ejecutan diligencias que adquieren excepcionalmente valor futuro probatorio, es el juicio oral el determinante de la sentencia.
La defensa se garantiza desde el primer momento; la prueba se rodea de exigencias tendentes a asegurar su obtención respetuosa con los derechos fundamentales, así como su práctica adecuada al principio de contradicción. La libertad es la regla.
Ahora bien, en los últimos años la influencia de los partidos políticos ha sido tan nefasta, que puede decirse sin exagerar, que hemos retrocedido decenios en la tutela de los derechos fundamentales que tanto costó incorporar al ordenamiento jurídico y al proceso penal acusatorio, habiéndose producido en la sociedad, siempre necesitada de pedagogía democrática, una conciencia no muy distante de la que el anterior régimen supo inculcar y que costó mucho superar. Todo fue un espejismo. Y, lo más preocupante es que hoy es concebido ese retroceso como síntoma de progresismo, haciendo equivalente la pérdida de derechos y garantías, con la eficacia procesal. El mismo discurso que en el franquismo justificó tribunales especiales y procesos represivos u ordinarios sin los elementos básicos que definen un proceso como tal. Una identificación de valores que convendría analizar por su incompatibilidad manifiesta (…)