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La proeza del legislador concursal español

por | Oct 24, 2016

España es uno de los países con menor utilización del concurso de acreedores a nivel mundial. En ocasiones, se ha alegado que el escaso uso de los procedimientos de insolvencia se debe a una falta de «cultura concursal» de los empresarios españoles, que, probablemente, no tienen la misma visión del emprendimiento, la innovación y el fracaso empresarial que los empresarios de otros países de nuestro entorno. Sin embargo, como hemos puesto de manifiesto en una reciente propuesta de reforma de la Ley Concursal, la reticencia al uso de los procedimientos concursales en España no es producto de un fenómeno sociológico o cultural que surja de “la nada”, sino, más bien, de un problema institucional: el modo tradicional de ver, entender y diseñar el Derecho concursal en España. En este sentido, la doctrina tradicional no ha analizado el Derecho concursal desde una perspectiva económica, o, si se quiere, analizando el impacto que el diseño (ni siquiera la utilización) del sistema concursal puede suponer, desde un punto de vista ex ante, en el comportamiento de los operadores. Por este motivo, el legislador concursal español, apartándose de los clásicos modelos de sistema concursal “pro-deudor” (e.g., Estados Unidos o Francia) o sistema concursal “pro-acreedor” (e.g., Reino Unido y Alemania) ha conseguido algo único a nivel mundial: un sistema que, al mismo tiempo, resulta anti-deudor y anti-acreedor.

El sistema concursal español resulta anti-deudor en la medida en que no permite una efectiva segunda oportunidad para el deudor persona natural, impone un excesivo régimen de responsabilidad frente a los administradores sociales (al combinar la responsabilidad por insuficiencia de activo del Derecho francés con la responsabilidad por daños del sistema inglés y alemán) y, extraordinariamente, todavía mantiene un “etiquetado” de los deudores (inexistente en las principales legislaciones de nuestro entorno), en una práctica –como la calificación– que no tiene ningún fundamento más allá de perpetuar el estigma de la insolvencia. En nuestra opinión, el legislador español confunde castigar la insolvencia con castigar aquellas conductas indeseables que hubiera cometido el deudor (o cualquier otro operador del mercado), tengan o no que ver con la insolvencia.  Además, la deficiente regulación actual también permite el intolerable resultado de calificar como “culpable” (que razonablemente puede asociarse a fraudulento) a un deudor que incluso pruebe que su situación de insolvencia se ha generado de manera fortuita. En nuestra opinión, si un deudor hubiera defraudado a sus acreedores, debería estar sujeto a sanciones penales; si un deudor incumpliera con las obligaciones básicas de un usuario cualificado del tráfico mercantil, debería estar sujeto a un sistema de inhabilitaciones que pudieran apartarlo temporalmente del mercado; y si un deudor hubiera realizado actos concretos que generaran un daño a los acreedores, debería quedar sujeto a un sistema de responsabilidad por daños. Pero mantener el etiquetado (o calificación) de los deudores es perpetuar, sin fundamento alguno, el estigma de la insolvencia (incluso en situaciones de insolvencia fortuita), con el consecuente perjuicio para una cultura de emprendimiento, innovación y asunción de riesgos que, en última instancia, beneficie la competitividad y el crecimiento económico.

El sistema concursal español también resulta anti-acreedor por varios motivos. Por un lado, el legislador no incentiva, inexplicablemente, la solución eficiente de la insolvencia. A través de diversos mecanismos (literalidad de la Exposición de Motivos, apertura en todo caso de la sección de calificación en supuestos de liquidación, imposibilidad de imponer la responsabilidad concursal en supuestos de convenio, etc.), el legislador incentiva el convenio frente a la liquidación, incluso aunque se trate de empresas inviables que, por tanto, tengan un mayor valor en liquidación. Por otro lado, no permite a los acreedores forzar la liquidación de empresas inviables, incluso aunque el deudor hubiera cesado en su actividad empresarial, y tampoco protege adecuadamente a los acreedores asegurados del uso oportunista de la paralización de ejecuciones por parte del deudor. Por su parte, los acreedores ordinarios tampoco se encuentran debidamente tutelados. Por un lado, existe una cuestionada postergación de los acreedores ordinarios a los acreedores públicos. Por otro lado, el Derecho concursal español no permite que, si los acreedores ordinarios lo desean, tengan una participación activa en el procedimiento concursal mediante la creación de un comité de acreedores. Asimismo, tampoco se reconoce el derecho de los acreedores a forzar la liquidación de la empresa cuando prueben que el grado de satisfacción de sus créditos en el convenio resulta inferior al que obtendrían en un hipotético escenario de liquidación (cláusula conocida como best interest of creditors test). Finalmente, el legislador español tampoco respeta con rigor la denominada regla de prioridad absoluta (o absolute priority rule), consistente –para el ámbito que nos concierne– en que los accionistas no puedan recibir ningún interés económico en la empresa insolvente (ni siquiera la titularidad de las acciones) hasta que los acreedores no hayan cobrado íntegramente sus créditos o, en su caso, hubieran renunciado voluntariamente a la íntegra satisfacción de los mismos en favor de la concesión de ciertos derechos económicos a los accionistas. En consecuencia, esta falta de protección de los acreedores incentiva, en buena medida, la reticencia y aversión de los acreedores españoles al concurso.

Esta proeza del legislador español, que, realmente, resulta difícil de conseguir (incluso a propósito), no resulta una cuestión baladí para el crecimiento y competitividad de la economía española. Si el diseño del sistema concursal resulta perjudicial para los acreedores, como acontece en España, el legislador concursal incentivará que, desde un punto de vista ex ante, los acreedores: (i) reduzcan el crédito disponible o, en su caso, incrementen el coste de la deuda; y (ii) puedan inducir al deudor a invertir (o sobreinvertir) en activos poco rentables e innovadores pero fácilmente hipotecables (normalmente, inmuebles o bienes de equipo), con el objetivo último de que los acreedores puedan evitar o, al menos, minimizar los efectos perjudiciales del concurso.

Por su parte, si el diseño del sistema concursal resulta perjudicial para el deudor, como –extraordinariamente– también acontece en España, el legislador concursal incentivará, desde un punto de vista ex ante, que los deudores: (i) reduzcan sus posibilidades de financiación por desincentivar el uso de la deuda; (ii) asuman menos riesgos empresariales, y, por tanto, prefieran proyectos de inversión menos rentables (y menos innovadores) pero más seguros; y (iii) dilaten lo máximo posible la apertura del concurso de acreedores una vez devienen insolventes, con el consecuente perjuicio para la reorganización de empresas viables y la maximización del grado de satisfacción de los acreedores.

Por tanto, el Derecho concursal no debe ser diseñado para perjudicar el interés del deudor (como ocurría en Reino Unido con anterioridad a la reforma de 2003), de los acreedores (como ocurre en Francia), o, como acontece en España, de ambos. De lo contrario, se generará un resultado indeseable para la actividad económica. El Derecho concursal debe ser diseñado para maximizar, en la medida de lo posible, los intereses de ambas partes. Y en el caso de que se favorezcan los intereses del deudor (sistema pro-deudor) o, alternativamente, de los acreedores (sistema pro-acreedor), al menos, que no se perjudique el interés del otro, salvo que este perjuicio resulte justificado con una ganancia mayor para la economía en su conjunto.

A nuestro modo de ver, esta proeza del legislador español se debe al modo tradicional de ver, entender y diseñar el Derecho concursal en España. En este sentido, el Derecho concursal no ha sido analizado desde una perspectiva económica, o, si se quiere, a partir del análisis y la constatación de las implicaciones que, desde un punto de vista ex post y, sobre todo, ex ante, puede suponer el diseño del sistema concursal en el comportamiento de los individuos. Por tanto, si, como entendemos que sería deseable para el sistema, el legislador pretende cambiar el comportamiento de los operadores con la finalidad de promover una cultura de emprendimiento, innovación y financiación de empresas, y, al mismo tiempo, incentivar la apertura tempestiva del concurso de acreedores, en primer lugar debería promover un cambio de paradigma en la forma de entender y diseñar el Derecho concursal. Y este cambio de paradigma resulta necesario que se inicie desde la academia, no sólo por la influencia que los académicos españoles han tenido tradicionalmente en el proceso legislativo (sobre todo, en España, como consecuencia de la existencia de la Comisión General de Codificación, que es un órgano inexistente en la mayoría de legislaciones de nuestro entorno, que prefieren optar por la creación de comisiones de expertos ad hoc), sino también por ser (o deber ser) la sede natural del estudio, enseñanza, investigación y, se supone, mejora del derecho vigente. Por este motivo, resulta fundamental que, tanto a nivel legislativo como, sobre todo, académico, se produzca un cambio de paradigma en el modo tradicional de estudiar, diseñar y analizar las instituciones jurídicas (y no sólo concursales), con el objetivo último de que el Derecho no sólo sirva para tutelar los derechos y libertades de los ciudadanos, sino también para promover el crecimiento económico y la mejora del bienestar colectivo.

 
 
 
 
 
 
 

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